lunes, 19 de junio de 2017

En busca de hombres honrados

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 Sobre los filósofos más destacados de la antigüedad, nos cuenta Joan López numerosas historias, a menudo contempladas por los expertos como meras exageraciones, leyendas sin base histórica o simples patrañas.

Sin embargo, muchas de estas fábulas, sin poseer las cualidades literarias de las obras clásicas,  las complejas y profundas reflexiones de un tratado filosófico o la épica de las grandes epopeyas, contienen concentrada en pequeñas dosis la esencia de toda la sabiduría de la época.

Uno de los filósofos más ricos en esta clase de atribuciones es Diógenes de Sínope. Este filósofo, discípulo de Antístenes en Atenas, ciudad a la que le llevaron sus andanzas después de vagar por Esparta y Corinto tras su destierro, vivía en un túnel y en la más completa austeridad.

Una de sus anécdotas más célebres quizás sea aquella en la que se le acerca el mismísimo Alejandro Magno y le pregunta: « ¿Puedo hacer algo por ti?», a lo que Diógenes le responde: «¡Apártate, me estás tapando el sol!». Creo que no hay mejor ejemplo para ilustrar aquel refrán que dice: “No es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita”.

No obstante, el mito que más me ha dado en qué pensar es aquél según el cual, Diógenes apareció en cierta ocasión en una plaza de Atenas, a plena luz del día, portando una lámpara de aceite mientras decía: «Busco a un hombre honesto.»
Recuerdo que el profesor que nos lo explicó argumentaba que la moraleja de esta parábola radica  en lo difícil que resulta encontrar a un hombre honesto en el mundo. Sin embargo, de ser esto cierto, me preguntaba: ¿Por qué Diógenes necesitaba un candil?

Actualmente, para buscar objetos o personas disponemos  de prismáticos, radares, dispositivos con tecnología GPS… En cambio, una lámpara de aceite es un instrumento que, si lo analizamos bien, su función es simplemente la de iluminar, alumbrar aquello que tenemos cerca para  poder verlo mejor. No resulta muy práctica para divisar cualquier objeto que no se encuentre a menos de  unos escasos metros de distancia.

Esto me induce a pensar que lo que Diógenes buscaba se trataba de  algo tan cercano a él que con la lumbre de una simple lámpara de la época bastaba para encontrarlo. Estoy convencido de que si Diógenes viviera en nuestra época se limitaría a sustituir el candil por una linterna o similar.

Que algo sea difícil de ver  no significa que sea escaso, es que quizás necesite una luz exterior que lo haga visible,  por lo que podríamos tenerlo enfrente sin percatarnos de su presencia. Sólo hay que darle un poco de lumbre y emergerá de las sombras.

Me ha costado tiempo comprender que las personas realmente honestas jamás nos deslumbrarán en un primer momento, puesto que éstas no brillan externamente con luz propia. Su cálida luz brilla intensamente hacia su interior y hay que estar muy pendientes para poder captarla. Externamente tan sólo podemos  notar el efecto de sus beneficiosos actos, de procedencia desconocida. Son personas que a menudo resultan eclipsadas por la fría y cegadora luz que desprenden los que brillan hacia afuera. No deja de ser curiosa la paradoja de que si miramos hacia el cielo, podemos ver la luz de miles de estrellas, mientras que los objetos más pesados y poderosos del universo, los agujeros negros, son precisamente los más ocultos.

Si únicamente nos fijamos en el esnobismo y la hipocresía que abunda en el mundo podemos comprobar cómo hay quienes consiguen deslumbrar al personal exhibiendo pomposas muestras de altruismo, caridad,  compromiso y entrega.

No quiero decir que las causas que defienden no sean correctas ni que su lucha sea innecesaria, pero las causas más nobles pueden verse corrompidas por los oscuros intereses personales de ciertos individuos, más movidos por sentimientos narcisistas que filantrópicos, y lo peor es que en muchas ocasiones ni ellos mismos lo saben. Detrás de esa imagen, con honrosas excepciones, en realidad puede haber más bien un estilo de vida aventurero y pasajero, una forma interesante de pasar el tiempo.

Afortunadamente y de forma accidental, como no podía ser de otra forma, he sido testigo de personas que, a través del anonimato y en ocasiones siendo otros quienes se llevan el prestigio, utilizan el poco tiempo y dinero del que disponen para realizar actos tanto o más sacrificados que los que se llevan la fama, ya sea por una buena causa, al servicio de un ideal o simplemente mejorando como mejor saben y pueden el mundo que les rodea.

Para ayudar a los demás no es menester viajar a países exóticos donde gentes curiosas y necesitadas siempre estarán dispuestas a posar con nosotros ante nuestras cámaras, dando así testimonio de nuestra buena voluntad –  Hay quienes incluso llegan a colgar y difundir estas imágenes en las redes sociales –  Los otros, los  anónimos, tal vez no sean tan fáciles de ver, pero vale la pena buscarlos. Suelen ser aquellos que, una vez se han apagado los focos  de las cámaras, se han extinguido los aplausos y el público ha abandonado la sala, continúan su callada labor. Como son desconocidos, tal vez nunca los lleguemos a identificar. O tal vez sí.

 Quizás sólo sea cosa de no dejarnos deslumbrar por luces cegadoras y girar la vista  hacia la tenue luz de la penumbra,  ir  en busca de una vela o un candil, y mirar bien a nuestro alrededor. No se necesita nada más.



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