Hace unos días pude presenciar, por el canal norteamericano HBO, una entrevista que se le hiciera al “Ice Man” (“El Hombre de Hielo”), sicario de la mafia. Destripó, ahorcó, degolló y baleó cerca de doscientas personas. Richard Kuklinsky murió en la cárcel. Para los suyos, fue un amoroso padre de familia. Muy extraño eso de amar en la casa y matar en la calle. Enigmático.
Para aclararme, me asomé a la vida de los más conocidos asesinos y delincuentes de la historia, de aquéllos que en su delirio narcisista no respetaron ni la vida ni la hacienda de sus contemporáneos. La aberrante paradoja era frecuente en ellos.
Nota al margen
Kuklinsky murió en la cárcel; fue un amoroso padre de familia
Calígula, perverso y orgiástico emperador romano, a quien la sangre le gustaba más que a un fabricante de morcillas, mostró un inmenso amor fraternal por sus tres hermanas, en particular por la mayor, Drusilla, quien hablaba de él como si fuera de un dios. Por supuesto, chismosos historiadores, que siempre están ahí para fastidiar la paciencia, cuentan con malicia que las violó a todas.
Adolfo Hitler no tuvo descendientes, acaso por andar falto de un testículo, pero se deleitaba- entre exterminio y exterminio- fotografiándose cariñoso junto a los niños del Tercer Reich. Sin embargo, desleales enemigos le quitaban nobleza haciéndolo parecer cruel con aquello de los crematorios, la Gestapo y las lamparitas de piel de judío.
Y qué decir de Stalin, ese letal bigotudo, que se derretía ante la presencia de su hija Svetlana, la única capaz de darle ordenes, alterar su rutina o de interrumpir sus agitadas purgas para que la llevase al cine los domingos. Desagradecidos de su régimen cuentan cómo amontonaba cadáveres por toda Rusia.
La devoción de Capone por Sony, su idolatrado hijo, le sacaría lágrimas a un muñeco de palo. En una ocasión, pagó doscientos mil dólares de la época a un cirujano para que le aliviara su dolorosa mastoiditis. Todavía se recuerdan en Chicago las rimbombantes fiestas de cumpleaños que el gánster le organizaba al muchachito.
Pero mientras le pasaba la mano por el cabello, ordenaba a sus pandilleros extorsionar y dar muerte a los que no se dejaban robar.
El Generalísimo Franco, austero dictador español -beato que consumía hostias como cualquier franciscano- se dedicó a sus nietos como una abuela zapatona. ¡Cuánto quiso a esos chiquillos! Pero entre besito tierno por aquí y besito tierno por allá giraba la rueda del garrote vil. ¡Crack! Otra vez esos torpes colaboradores rompiéndole la nuca a sus opositores.
Por chocante que parezca, como acabamos de ver, eso de querer adentro y matar afuera coexiste en déspotas y criminales sin conflicto alguno: mientras montan caballitos, aplauden los payasos y regalan el cuento de los tres cerditos, pueden aniquilar media humanidad y dejar mutilada y en calzoncillos al resto.
El enigma a resolver es otro: ¿Querrán de verdad? ¿Son sus amores falsos, puestas en escena, representaciones teatrales a las que tanto se aficionan los psicópatas?
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